Había una vez un gigante de
mirada triste pero de naturaleza fanfarrona que desarrollo un gustó exagerado
por la carne humana
.
Por donde pasaba sembraba la
muerte y la destrucción como las langostas que caen sobre el trigo maduro y roen
hasta la raíz.
El torpe gigante posee la fuerza
de dos toros pero su naturaleza salvaje y primitiva lo convierten en un ser
ignorante de las cosas más elementales.
Solo entiende de destrozar y
devorar pero desconoce cómo funciona el fuego, el dolor de una enfermedad o
porque oscurece todos los días.
Un día, aquel enorme ser se
hallaba más hambriento que nunca, como un coyote que recorre el desierto con
nocturna desesperación.
Pero se hallaba lejos de
cualquier pueblo y la carne de los animales no lograba saciarlo como el oso que
se alimenta de frutos mientras los salmones escasean.
De pronto, a lo lejos sus dos
enormes ojos divisaron lo que para él era una diminuta casa y fuera de ella un,
aún más diminuto, ser humano, quien es un ermitaño que gusta de la soledad.
Ya huele el lobo a su presa, ya
diviso el águila a su conejo. El Gigante recorre la distancia entre el diminuto
humano y él mostrando el verdadero significado de la premura.
Su enorme mano semejante a la
copa de un enorme árbol atrapa al hombre quién ya está a medio camino de su
boca, ya levantó la muerte su plateada oz pero demasiado pronto, pues el
gigante siente un enorme dolor en su palma y suelta a su víctima. Ha sido
mordido, como la rata que estando acorralada se defiende del gato.
El gigante está confundido pues
nunca lo han mordido y su dolor se transforma en miedo, aunque se siente mucho
más fuerte que cualquier humano o gigante.
Mira nuevamente a su presa mostrándole
algo de respeto pero sin abandonar sus ansias asesinas. El hombre, un humilde
campesino, comprende rápidamente la situación y decide arriesgarse pues cuando
no tienes nada que perder es el momento de arriesgarlo todo.
“escucha con cuidado gigante de
pies anchos, hoy aprenderás lo que significa la fuerza”—exclama el hombre y el
gigante da un paso hacia atrás.
Es entonces cuando el hombre
desesperado por conservar su vida inicia una demostración de fuerza sin
precedentes, como el pavo real que extiende su cola para parecer más grande.
El hombre saca de su bolsillo una
bolsa de ácido sulfúrico que suele usar para envenenar a las ratas y se dirige
a un pequeño estanque dónde cría pescados.
“¿Crees que tus golpes son
poderosos? Esto es un golpe”—dice el hombre dando una palmada al agua con su
mano derecha mientras con la mano izquierda vertía la bolsa llena de ácido en
el estanque. En seguida los cadáveres de los peces comienzan a flotar en la
superficie, un pequeño sacrificio si la recompensa es su vida.
El gigante abre sus dos enormes
ojos sin dar crédito al poder de semejante golpe capaz de estremecer a los
mismos peces que nadan en lo profundo. El coloso de dientes acerados siente
deseos de escapar pero su hambre es grande y él ha vencido en otras ocasiones a
seres que lo superaban en fuerza.
Sin embargo, el pequeño humano no
ha terminado de mostrar todo su poder así que realizó su siguiente movimiento
como en una brutal partida de ajedrez.
“mi fuerza es tan grande que solo
con tocarte puedo causarte dolor en todo tú cuerpo”—dice el hombre mostrando
una valentía impropia en él.
El ermitaño se acerca a una
fogata que había encendido apenas un par de horas antes para calentar una olla
de agua. Sin que el coloso asesino lo noté, el hombre coge una brasa ardiendo
entre sus manos llenas de cayos que pueden resistir la quemadura unos cuantos
segundos, los suficientes para que el campesino toque la piel del gigante con
su mano ardiente.
El enorme ser se estremece
totalmente y siente un profundo dolor
pues su piel tiene la misma sensibilidad que la de los humanos. Cae al piso estremeciéndose
de dolor y ve la roja quemadura que el aldeano ha dejado en su piel. Su ignorancia
sobre el funcionamiento del fuego es muy profunda como para sospechar algo.
El gigante retorciéndose en el
suelo está completamente derrotado, pero
el ermitaño ha ido tan lejos en su engaño que él mismo se ha convencido de su
fortaleza. Es entonces, cuando en el colmo de su osadía coge la olla llena de
agua caliente y la arroja a la cara del gigante matándolo entre terribles
dolores.
Y fue así como el gigante
devorador de hombres fue vencido por algo más grande que él, su ignorancia.
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